Cada vez que llega el verano, los medios de prensa nos piden a los
escritores relatos de asunto estival, que a ser posible transcurran en cruceros,
islas tropicales o playas polinésicas. Hasta ahí, normal. El problema surge si
además te imponen un género tipo erótico, policial o esotérico. Cuando la Orden
del Temple se puso de moda recuerdo que fue todo un reto, porque hasta entonces
nadie había escrito relatos templarios de verano. En fin, lo que hay que hacer
para llegar a fin de mes.
Sin embargo, aunque nadie escribe cuentos veraniegos para ser
recordado, me gustaría elogiar una historia maravillosa que el escritor Eduardo
Jordá ha colgado en «Terra Incógnita», el blog que lleva en www.fronterad.es. Es
tan breve que la puedo glosar entera: «Bob Dylan iba caminando por la calle, y
escuchó a un grupo de jóvenes tocando “Knockin’ on Heaven’s Door” en un jardín,
y se asomó, y escuchó una melodía que le gustaba aunque ya no sabía muy bien de
qué le sonaba, y entonces oyó a alguien que gritaba: “¡Eh, tú, largo de aquí!”,
y Dylan, obediente, se fue y continuó su camino, tarareando la melodía que
acababa de oír y que no lograba identificar, mientras pensaba que le hubiera
encantado escribir aquella canción».
En julio de 2009, los vecinos de Long Branch, New Jersey, alertaron
a la policía porque un hombre mayor más bien sucio, desaliñado y excéntrico
merodeaba por sus casas. Los agentes arrestaron al vagabundo y —por supuesto— no
le creyeron cuando el pellejo indocumentado juró que era Bob Dylan. Esta sí que
es una historia verdadera, y Eduardo Jordá ha jugado con ella para persuadirnos
de su verosimilitud. Quizás no fue así, pero seguro que a Bob Dylan le habría
hecho gracia.
Como la literatura consiente las simetrías y las repeticiones (la
frase es de Borges), Robert Graves escribió un poema en el que Alejandro no
muere en Babilonia a los 33 años, porque deserta de su propio ejército y vaga
por tundras y desiertos hasta que divisa una fogata, donde guerreros de tez
amarilla lo acogen y lo invitan a formar parte de la hueste. Muchos años y
saqueos más tarde, una moneda de cobre lo inquieta, porque recuerda que él mismo
la mandó acuñar para conmemorar la victoria de Arbela, cuando era emperador de
Macedonia. De pronto el combate lo reclama y Alejandro Magno vuelve a ser un
mercenario chino, mongol o tártaro.
La historia de Eduardo Jordá no ha recibido ni un sólo comentario
en el blog de FronteraD, pero a mí me gustaría agradecerle los siglos de
literatura que atesora y la generosidad de haberla escrito. La mayoría de los
cuentos de verano deja de existir apenas el lector pasa la página, pero algo me
dice que la invención de Jordá sobrevivirá varios otoños e inviernos, porque su
mecanismo es literario y nuestra perplejidad es la misma que arrasó a Dylan y
Alejandro. Como la del gaucho del cuento de Borges, que moría para que se
repitiera el asesinato de Julio César.
Y ahora regreso al internado para vampiros del cuento de verano que
tengo que entregar mañana.