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Bob Dylan & Alejandro Magno

Los cuentos de verano dejan de existir apenas el lector pasa la página, pero la invención de Jordá sobrevivirá

Día 27/07/2010 - 23.20h
Cada vez que llega el verano, los medios de prensa nos piden a los escritores relatos de asunto estival, que a ser posible transcurran en cruceros, islas tropicales o playas polinésicas. Hasta ahí, normal. El problema surge si además te imponen un género tipo erótico, policial o esotérico. Cuando la Orden del Temple se puso de moda recuerdo que fue todo un reto, porque hasta entonces nadie había escrito relatos templarios de verano. En fin, lo que hay que hacer para llegar a fin de mes.
Sin embargo, aunque nadie escribe cuentos veraniegos para ser recordado, me gustaría elogiar una historia maravillosa que el escritor Eduardo Jordá ha colgado en «Terra Incógnita», el blog que lleva en www.fronterad.es. Es tan breve que la puedo glosar entera: «Bob Dylan iba caminando por la calle, y escuchó a un grupo de jóvenes tocando “Knockin’ on Heaven’s Door” en un jardín, y se asomó, y escuchó una melodía que le gustaba aunque ya no sabía muy bien de qué le sonaba, y entonces oyó a alguien que gritaba: “¡Eh, tú, largo de aquí!”, y Dylan, obediente, se fue y continuó su camino, tarareando la melodía que acababa de oír y que no lograba identificar, mientras pensaba que le hubiera encantado escribir aquella canción».
En julio de 2009, los vecinos de Long Branch, New Jersey, alertaron a la policía porque un hombre mayor más bien sucio, desaliñado y excéntrico merodeaba por sus casas. Los agentes arrestaron al vagabundo y —por supuesto— no le creyeron cuando el pellejo indocumentado juró que era Bob Dylan. Esta sí que es una historia verdadera, y Eduardo Jordá ha jugado con ella para persuadirnos de su verosimilitud. Quizás no fue así, pero seguro que a Bob Dylan le habría hecho gracia.
Como la literatura consiente las simetrías y las repeticiones (la frase es de Borges), Robert Graves escribió un poema en el que Alejandro no muere en Babilonia a los 33 años, porque deserta de su propio ejército y vaga por tundras y desiertos hasta que divisa una fogata, donde guerreros de tez amarilla lo acogen y lo invitan a formar parte de la hueste. Muchos años y saqueos más tarde, una moneda de cobre lo inquieta, porque recuerda que él mismo la mandó acuñar para conmemorar la victoria de Arbela, cuando era emperador de Macedonia. De pronto el combate lo reclama y Alejandro Magno vuelve a ser un mercenario chino, mongol o tártaro.
La historia de Eduardo Jordá no ha recibido ni un sólo comentario en el blog de FronteraD, pero a mí me gustaría agradecerle los siglos de literatura que atesora y la generosidad de haberla escrito. La mayoría de los cuentos de verano deja de existir apenas el lector pasa la página, pero algo me dice que la invención de Jordá sobrevivirá varios otoños e inviernos, porque su mecanismo es literario y nuestra perplejidad es la misma que arrasó a Dylan y Alejandro. Como la del gaucho del cuento de Borges, que moría para que se repitiera el asesinato de Julio César.
Y ahora regreso al internado para vampiros del cuento de verano que tengo que entregar mañana.
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